taula de canvi
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Taula de canvi: cuando los banqueros sí tenían algo que temer

Ah, la Taula de canvi. Esa mesa con mantelito que no solo servía para hacer operaciones financieras en la Barcelona medieval, sino también como escenario de justas económicas donde si fallabas… bueno, digamos que no acababas firmando un acuerdo de refinanciación, sino sin cabeza. Literalmente.

Creada en 1401, esta institución fue el embrión de la banca pública europea. Sí, pública. Ya entonces los catalanes —esos que siempre han tenido fama de “mirar la pela”— entendieron que el dinero, cuando se maneja con un poco de rigor y mucho miedo al mazo, puede ser útil para la gente: amortizar deuda municipal, hacer obra pública o prestar a reyes y campesinos por igual.

Pero no nos pongamos sentimentales: también había banca privada, cómo no, que empezó a florecer a la sombra del comercio y los viajes largos, donde había mucho que ganar… y aún más que esconder.

Y es que las leyes financieras de la época eran, digamos, un poco más contundentes que las actuales. En 1300, por ejemplo, si un banquero se declaraba en bancarrota, no recibía una pensión vitalicia ni un despacho en Bruselas: se le sometía al escarnio público, dieta de pan y agua, y si no devolvía lo robado… bueno, los verdugos no estaban de vacaciones.

Y ojo al detalle decorativo: los banqueros sin fianza no podían poner mantel en su mesa, para que todos supieran que eran más peligrosos que solventes. Hoy en día, en cambio, los manteles de los financieros se extienden de Wall Street a Davos… aunque no veas una fianza ni con microscopio cuántico.

Por supuesto, siempre había listillos. Los banqueros empezaron a hacer trampa y, claro, en 1321 se actualizó la legislación: si incumplías, se rompía tu mesa a mazazos (de ahí “banca rota”) y, si tras un añito no pagabas… pregón público, humillación, y luego te cortaban la cabeza frente a tu mostrador. Justicia express, sin necesidad de comisiones de investigación ni pactos de silencio con la fiscalía.

El caso más famoso fue el de Francesc Castelló, decapitado en 1360 en plena oficina. Y, curiosamente, el sistema siguió funcionando. Igual porque sabían que, esta vez, la cabeza que rodaba era la suya y no la del contribuyente.

Con el tiempo, claro, todo esto se acabó. La Taula se trasladó a la plaza Sant Jaume en 1588, y duró hasta 1714, cuando las instituciones borbónicas —esas que traen orden y progreso a base de centralización y decreto— decidieron que esto de la banca pública era una idea demasiado peligrosa. Mejor dejar el dinero en manos de los que saben: los bancos privados. Que, como todos sabemos, solo piensan en el bien común.

Y aquí estamos, 600 años después, con un sistema financiero que no solo no teme el pregón ni el mazo, sino que escribe sus propias leyes. Los gobiernos, incluso los más “revolucionarios”, llegan al poder pero no lo tocan. La banca ya no se sienta en la plaza pública, sino en los consejos de administración de las eléctricas, los fondos de inversión y los organismos internacionales.

¿Crear una banca pública fuerte, independiente y con control democrático? ¡No hombre, no! Eso suena peligrosamente medieval.

Quizá, solo quizá, haya que desempolvar aquel reglamento del siglo XIV, actualizarlo con tecnología blockchain y añadirle una cláusula: si el banquero se va de rositas después de reventar una economía entera… se le corta el acceso a su jet privado, a sus cuentas offshore y, por supuesto, al mantel.

Quién sabe, a lo mejor resulta que aquello de «la pela es la pela» no hablaba de tacañería, sino de saber muy bien dónde poner el dinero. Y más importante aún: a quién quitárselo si no lo devuelve.

Jopelines… qué terca es la historia. Y qué memoria tan corta la nuestra.


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